Alana S. Portero, autora de "La Odisea"
Una lectura homérica de su novela "La mala costumbre", una novela más de enseñanza que de aprendizaje.
📷 Alana S. Portero, por Jaime Llamas y Bárbara Lara.
Princesas y cerdos, hechiceras, lotófagos y cíclopes; San Blas y Chueca, la hecatombe, el país de los Cimerios. El motivo clásico del viaje de la heroína, los capítulos por cantos, el coro de las vecinas en el barrio diurno y las amigas en las plazas de la noche. La máscara que protege y asfixia. El corazón de La mala costumbre: nuestra identidad —la de la protagonista, una mujer trans de clase obrera—, las circunstancias y las experiencias que la conforman, cómo nos presentamos al mundo y cómo el mundo nos recibe. Los destinos, las profecías, las maldiciones. Una mitología que congrega a diosas y santas, Moiras, hechiceras, «Afroditas, Circes, Nimues y Elaines de Astolat en la parada del 28, en el andén del metro de Simancas o haciendo cola en la charcutería del señor Lucas».
Este libro de Alana S. Portero nos recibe con el descubrimiento de la belleza, que acarrea el descubrimiento de la muerte, que acarrea el descubrimiento de la vida. No se trata de una novela de aprendizaje, aunque la protagonista nos guíe de su infancia a su madurez, de su pasado a su presente: ella ya lo sabe todo, ya sabe todo lo que tiene que saber, enseña a quienes comparten —compartimos— la historia. Una historia que abarca de la década de los ochenta a los años de la crisis que no acaba, con “saltos” de memoria que propician los personajes con los que se relaciona: la voz demiurga los sitúa — nunca secundarios— en el centro durante las páginas que correspondan, cuando La Peluca o Gema o Eugenia la Moraíta nos importan tanto como la poderosa narradora.
Disfruto cuando un libro no se agota en la primera pensada, y cuando se abre para comprender interpretaciones muy diferentes. Después de todo, siempre leemos en primera persona. Con La mala costumbre te golpea la emoción, vinculada a lo que se cuenta, pero crece y crece al admirar la inteligencia de su estructura; la delicadeza con la que Alana S. Portero ha trufado la novela de claves que identificas conforme avanzas, claro que sí, esto, cómo no me he dado cuenta antes: el poema griego escondido en una novela del Madrid sin publirreportajes, las capas de símbolos y referencias que se superponen, el juego de espejos. La dicotomía cernudiana que enfrenta realidad y deseo: el mundo del que se proviene, el origen, el barrio y la familia, con su sol duro, frente al mundo que se anhela, en el centro de la ciudad, la noche lírica y onírica, a veces sueño y a veces pesadilla. La narradora reivindica la ficción ejercida desde los muchos centros posibles: desechemos «margen» y «periferia», reivindiquemos la imaginación frente a la obligación limitante —en ocasiones turismo de miseria— del testimonio.
Quizá porque en nuestras lecturas husmeamos aquello que nos interpela, una de las vetas más nutricias —en mi caso— es la de la clase social. El cuerpo roto de la madre, que trabaja fuera de casa y trabaja en casa, y el cuerpo del padre, roto por la fábrica. El barrio madrileño de San Blas como medida del mundo y de su tiempo. Porque Alana S. Portero se plantea hacer literatura —y utilizo «hacer» desde un planteamiento físico, según el cual se materializan las ideas— con lo que no se considera «literaturizable». La mala costumbre tensa los extremos: de una parte la altura de sus referencias culturales, y de otra la musculatura de lo cotidiano. En una novela que apela a los sentidos —el tacto de las caricias, el oído de la música, el olor de las madrugadas, la vista en la plasticidad—, Alana S. Portero sitúa en el centro aquel que suele descartarse: el gusto. Sus personajes trabajan para pagar el alquiler o la hipoteca, para llenar el frigorífico. Comen porque se rinde menos con el estómago vacío, y cocinan para saciar el hambre. Una cocina proustiana, que conecta bien con la memoria: la insistencia en un plato caliente y sabroso ante el que detenernos, recuperar energía, disfrutar incluso. Las judías verdes con patatas que la madre de la protagonista cocina para su vecina Luisa, o el amor y la humildad de Eugenia al preparar «un arroz rojo que estaba delicioso, sándwiches de plátano y margarina cortados en cuatro porciones, a la inglesa, y unas uvas» para el velatorio de su amiga Paula. Un estómago vacío o un estómago lleno: política. Qué alimentos guardas en la nevera y cuáles descartas en el supermercado: política. Contarlo: política. Y los cuidados —política—, ante los que Alana S. Portero rompe las expectativas invirtiendo los roles con un personaje vertebral, Margarita. Madre de su madre enferma, hija ya anciana de la protagonista, madre sin hijos de los drogadictos del barrio, hija sin madre de las mujeres solas, ángel del hogar.
La mala costumbre no responde a un golpe de suerte, «habla, Musa»: nada de magia ni azares ni conjuros. Se suma a los libros de poemas que ya había publicado Alana S. Portero, y a sus muchos proyectos teatrales como dramaturga y directora, además de su labor como articulista. En lo formal, la poesía me explica su lenguaje, y el teatro su uso del espacio: la novela se recorre. Nos asomamos al interior de los pisos pequeños y baratos, nos aterran las paredes delgadas por lo que se intuye, se describen las ventanas de las habitaciones porque unas conceden respiros y otras los apagan al no existir, o casi. La mala costumbre no oculta —el primer capítulo, los sitios de Antonio el del Figueroa, el encuentro en el estudio de Estrella— su escenografía, sino que la subraya.
Princesas y cerdos, hechiceras, lotófagos y cíclopes, y diosas y santas, y Moiras, y hechiceras. Alana S. Portero ha escrito un poema épico sobre el regreso al hogar cuando el hogar reside en una misma.
Dos fragmentos de La mala costumbre (Seix Barral, 2023), de Alana S. Portero:
Del capítulo “Las chicas”:
Olía a potaje de garbanzos con arroz y aún picaba el azufre de haber cortado cebolla. La válvula de la olla exprés giraba deprisa y dejaba escapar ráfagas cortas de vapor que empañaba los cristales de la cocina. Apenas quedaban señales visibles del cocinado, acaso un cuchillo con restos de ajo y perejil en el fregadero. Mi madre se movía deprisa, su desempeño nunca se pareció al de las madres literarias que manipulan los alimentos con paciencia de tejedora y llevan mandiles de flores. Ella lo hacía todo con la premura de quien se ha ganado la vida limpiando y cocinando a destajo desde que tenía edad para ir montada en el cocherito leré.
No era descuidada ni imprecisa. De hecho, cocinaba muy rico con muy pocas cosas. Simplemente había desarrollado oficio y una obsesión por sacar adelante trabajo, tanto fuera como dentro de casa, que no la abandonaría nunca. Llevaba una camiseta vieja con un logo comercial y pantalones cortos. Algo que podía manchar y echar a lavar tantas veces como fuese necesario. Era ágil y briosa como una potra. Llevaba el pelo corto y con reflejos claros. Tenía un rostro bonito y anguloso, de ojos amplios, encapotados y rasgados, nariz importante, con un caballete que se la doblaba hacia la mitad del tabique pero que no se la afeaba. Su boca fue mi mejor herencia, proporcionada y de labios que no llegaban a ser prominentes pero a los que no les faltaba voluptuosidad. Aún no había cumplido los cuarenta, pero la piel de su rostro apenas aparentaba treinta. Costaba creer que una mujer que desde los doce años no había conocido otra cosa que jornadas de trabajo inhumanas y mala alimentación conservase un aspecto tan airoso. La carcoma de la vida obrera se le manifestaría algunos años después en los huesos, pero mantendría para siempre una piel impoluta y un halo de impermeabilidad a la vejez.
Mi madre olía a colonía de bebé y a crema hidratante. A pesar de fumar como si tuviera un hijo en la cárcel siempre parecía que acabara de salir de la ducha. Como las santas que desafían la putrefacción oliendo a flores después de muertas.
(...)
Del capítulo “Nocturno”:
Llegué puntual al páramo de las cinco esquinas, llevaba un vestido de agua muy ajustado y las alas a medio abrir como correspondía a aquella hora, en la que aún no cantan las esferas pero sí se dejan ver. Era mi primera gibosa menguante en Leo y la sexta reunión con otras criaturas del bosque del verano de Antares. Los tacones de obsidiana me hacían algo de daño por la poca costumbre de llevarlos, pero en cuanto se me desperezaron las alas y logré aliviar la carga de mis pies desapareció esta incomodidad y pude lucirlos con la ligereza que se esperaba de mí.
Pronto se llenó el espacio y nos juntamos unas entidades con otras, alas con cuernos, espinas dorsales con pezuñas hendidas, pieles de fuego con capas de musgo. En cuanto salió la reina jorobada derramó su luz dentro de nuestras bocas y le entregamos, como debía hacerse, nuestra alma inmortal para que comenzase el baile. Un sabor que no llegó a ser amargo se desparramó por mi lengua y ya todo fueron cuerpos respondiendo a la demencia lunar, a la música de las esferas, al dolor, al placer y a cada uno de los pasos que se recorren de uno al otro. Quise acercarme hasta el vacío para mirar de frente a la gran maga sin quedar ciega, pero las corrientes internas de la danza al son del sistro de la madrugada y los juegos tectónicos de las carnes me llevaron de un lado para otro sin que mi voluntad tomase partido. Para mirar siquiera a la que todo lo mueve había que participar de la danza vidas enteras; desistí de mi empeño, cerré mis alas, volvió el dolor de la obsidiana, me entregué a las punzadas de algún dragón que olió carne fresca aquella noche, me perdí en el ritual hasta que una sacudida me arrancó de él. Una voz detrás de mí, la de un hombre que tenía una mano posada sobre mi hombro derecho, me preguntó si estaba bien. Deshice con lentitud nuestra unión, me di la vuelta, le besé muy despacio y hondo, con la cadencia del abandono y la pasión cansada del agradecimiento, sabía a dragón. No le dije nada ni volví a tocarle. Salí de aquella oscuridad caliente y accedí a la zona del local que estaba iluminada. No supe si buscar el baño para beber agua, me moría de sed, o buscar la salida. Me quedé un momento de pie en medio de aquel espacio, algo menos abarrotado que el que había dejado atrás, aterrizando en un fango frío que presagiaba un mal amanecer. Pregunté la hora con un gesto de dedos sobre la muñeca a un andrógino y tristísimo dios Hermes que abrazaba con todo el cuerpo un bafle a través del que sonaba Better Things, de Massive Attack. Me miró a los ojos y no me dijo nada, solo movía la cabeza muy despacio, intentando seguir sin éxito la canción, como si estuviese escuchando otra dentro de sí. Su lejanía me puso cachonda y me planteé arrastrarle a la oscuridad y devorarlo pero los ardores de estómago me recordaron que estaba atada a esta puta tierra y que necesitaba descansar. Antes de salir de allí volví a mirarle, quizá nos habían expulsado del mismo baile y él tampoco había conseguido mirar al rostro de la reina jorobada.
(…)
Alana S. Portero (Madrid, 1978), en sus palabras:
«Nací en Madrid en 1978, crecí en el barrio de San Blas, soy obrera, gorda, pedante, femenina, observadora, tierna, rencorosa y menos sentimental de lo que parezco. Me obsesioné con la mitología griega de muy pequeña, la fantasía de transformación y de sublimación de la carne me ha acompañado desde entonces. He querido ser cisne, laurel, buey de cuernos dorados, lluvia y ninfa. Tanto, con tanto encono, que he mantenido la vida lejos de mí durante casi cuatro décadas. He pasado por el mundo, he formado parte de muchas liturgias, me he iniciado en casi todo pero apenas he tocado nada hasta apropiarme de mi piel. La escritura es la más importante de esas liturgias, de esos caminos iniciáticos. El único bosque en el que me he adentrado de verdad.
Soy una escritora menos furiosa de lo que cantan las melodías superfluas de mis obras, a fuerza de vivir dentro de mí, en ese mundo interior que puede acabar siendo un pozo, he construido un armazón fuerte. No dejo nada al azar ante el escritorio. Ni fuera.
Escribo porque necesito cambiar la realidad, el pasado, el futuro, el espacio-tiempo, porque me obsesiona contribuir a deificar la belleza. Mi literatura es una constante ofrenda a ese templo lejano y esquivo. Quiero hacer cosas bellas. Quiero ser aceptada en esa genealogía de lo hermoso, de lo floral, de la seda, me obsesiona. Segunda vez que aparece la obsesión en esta nota biográfica, supongo que soy una obsesa. Tercera vez.
Me siento cómoda en la oscuridad, la vieja estética del romanticismo cliché me acuna tanto como lo han hecho nereidas, erinias y otras furias. No tengo más plan que seguir escribiendo. No tengo más vida que esta. Me agarraré a ella sin vergüenza, procuraré hacerla estable, cuidarla y que ella me cuide a mí».
📚 Puedes conseguir un ejemplar de La mala costumbre en Todostuslibros.com, la web de las librerías independientes. El pasado 26 de junio conversé con Alana sobre su novela en la madrileña librería Rafael Alberti, que ha publicado el vídeo en su canal de YouTube (con un montón de presentaciones y lecturas de las que disfrutar: para empadronarse).
🔎 Alana S. Portero tiene perfiles en Instagram y Twitter, además de un Patreon muy recomendable. Me ha interesado mucho esta entrevista de Ignacio Pato en El Salto.
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🔈 Ya está disponible en papel mi ensayo Erudición sobre hormigas y rositas, sobre los libros y las mujeres que los escriben, publicado por Editorial CSIC. Puedes “rastrearlo” en Todostuslibros.com, y también descargarlo en este enlace.
💌 Mientras envío la próxima carta, te deseo mucha salud, alegría y tiempo para leer buenos libros.
Maravilloso, Elena. Ese libro es un acontecimiento.
increíble