El rayo naranja
Una pared de ladrillo, tres niños peleándose en una playa, una maleta llena de libros de Philip Roth y cuánto hay de ti en un texto.
Durante mis cinco minutos de pereza, entre la alarma que suena por primera vez y la alarma que suena por segunda, las cortinas desvelan al moverse una luz naranja. He madrugado para aligerar trabajo, y pienso —bucólica— que coincido con el amanecer; que me saluda este rayo de luz intensísima.
El jueves 4 de julio, a las 06.33h, sin levantarme aún, zarandeada por la epifanía, escribo en la aplicación de notas del teléfono: «Una sensación: es muy temprano, me he despertado a las seis y pico para trabajar, miro por la ventana desde la cama y distingo un rayo naranja entre las cortinas entreabiertas». Todavía faltan unos quince minutos para que amanezca, así que me doy cuenta conforme me espabilo: el color pertenece a los ladrillos del edificio de enfrente, y el resplandor se debe a la farola encendida.
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Luego perdieron mi maleta. En otro país, en un pueblo de otro país y otro idioma, compré algo de ropa en un supermercado, los productos básicos de higiene. Pero me faltaban los libros: los libros que había escogido como apoyo para trabajar, varados en Amsterdam porque faltó tiempo durante la escala, en Riga por la temporada alta. En algún caso recurrí al préstamo digital, pero en otros no disponía de versión electrónica, y de todas maneras me faltaban mis subrayados, mis anotaciones, los cuadernos con esquemas e ideas sobre los que insistir. Me sentía desconcertada. ¿Por dónde empezar? ¿Por dónde empezar, de nuevo?
El único libro en papel que conservaba era Pez en la tierra, de Margarita Ferreras; la primera edición en Torremozas, también a cargo de Fran Garcerá, con una cubierta azul celeste y una viñeta que reproduce una fotografía de la autora. Lo guardé en la mochila porque me tocaba entregar un artículo sobre la obra de Ferreras, y quería aprovechar los vuelos y la espera para plantearlo. Al instalarme en la casa, y sacar el ordenador y la cartera y los blísteres y un estuche infantil con bolígrafos y subrayadores y un tubo de crema de manos, poco más, tomé Pez en la tierra. Antes de dormir releía algún poema, y antes de sentarme a escribir, y en la playa, el mismo libro en la bolsa con la toalla y el protector solar: de la relectura superficial que yo preví, porque me lo sabía, a la relectura constante, por falta de alternativas. Me acompañaban esos poemas que conocía ya, que ya admiraba, pero a los que ahora volvía con otra actitud. Me detuve menos en los dos bloques últimos, “Romances” y “Sur”, cuya reescritura de la tradición no me convence. Pero el resto del libro siguió impresionándome, con esos muchos momentos en los que Margarita Ferreras se transforma en una simbolista francesa, o casi, por su poderío sensitivo.
Escribe en “Plaza”: «La plaza / de un dorado caliente / —loca de cabelleras vegetales— / mira al cielo / por el único ojo / de un estanque. // Y sube su ansiedad / por espirales de árboles. // Él pasa disolviendo / en sus labios azules / la nata luminosa de una nube / cn un gesto de astral indiferencia».
Y en el poema segundo del libro. «¡Adiós! / Maquinalmente se movieron mis labios. / Retrocedí al vientre de mi madre / y reía, reía, ajena a mis sentidos, / desmayada la sangre, los ojos dilatados, / con esa blanca risa inerte / de los agonizantes y los recién nacidos».
El equipaje perdido me obligó a situarme en otro lugar: no el de quien exprime el texto ajeno para lograr un texto propio, sino el de quien se nutre con los frutos que cultivaron y recogieron otras. Esa interpretación mía de Margarita Ferreras tiene que ver con el presente en el que se escribió, diecimuchos de julio de 2024, y no coincidirá con la de años anteriores ni con las que vendrán, porque se impregna de mis circunstancias: las de alguien que aguarda una maleta llena de novelas de Philip Roth.
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En la playa, a pocos metros de mí, jugaban tres niños; siete u ocho años, quizá más o quizá menos, nunca calculo bien la edad. Rondaban la vegetación que arraigó en la arena, primero con timidez, luego alargando el brazo para tomar varias de las frutillas, y comerlas: uno parecía más valiente, los otros le imitaron cuando él se giró hacia ellos, y levantó el pulgar mientras masticaba. El líder se molestó cuando uno de ellos pecó de avaricioso, y en lugar de saciarse arrancó las frutillas y se las guardó en los bolsillos; le dijo algo en voz muy alta, el acusado respondió con la voz muy baja, el tercero rio. ¿Qué había ocurrido? ¿Reproches o bromas, un conato de pelea? Hablaban estonio, así que debía guiarme por la postura de los cuerpos, el tono de sus palabras. En la aplicación de notas, apunté: «Algo sobre los tres niños de la playa».
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He apuntado, también: «un árbol muerto, atravesado sobre la tierra, matando con su peso a los que quedan vivos». Durante el paseo de la playa a la casa tomé una fotografía, que incorporé a la nota. El título: “¿Poema?”.
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La cita que abre El animal moribundo: «El cuerpo contiene la biografía tanto como el cerebro» (Edna O'Brien).
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También leí Roth desencadenado, de Claudia Roth Pierpont —lo tradujo Inga Pellisa, lo publicó Literatura Random House—, en el que propone un recorrido por la obra de Philip Roth trenzándolo con su biografía. Pese a la coincidencia del apellido, el único vínculo entre ambos es el de la amistad; de ahí la parcialidad de la autora, entusiasta y fiel, de ahí también la intimidad de la que se sirve, los datos que asigna al origen de uno u otro libro. Se trata de un ensayo bien interesante, creo, incluso si no conectas del todo con la obra de Philip Roth. Desgrana libro a libro en qué se inspiró el autor; cómo su propia vida actúa como espejo de su literatura, o al revés. En algunos casos, Roth se limitaba a modificar nombres y circunstancias para distanciar al personaje de la inspiración real, y en otros —menos explícitos— el libro partía de una anécdota, una sensación... Siempre de una experiencia, al fin y al cabo. Incluso libros de ficción “pura”, por así decirlo, como La conjura contra América, arrancan desde algo que sucedió a Roth, que contuvo —por enlazar con O'Brien— se nutren de su biografía.
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Si escribo sobre el rayo naranja, sobre los niños de la playa, sobre el árbol muerto, ¿estaría escribiendo sobre mí? Ese artículo acerca de Pez en la tierra, ¿lo consideraríamos literatura autobiográfica?
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Quería mi rayo verde: el viaje extraordinario de Verne, la amabilidad de Rohmer, ese fenómeno en la hora contraria —no la salida del sol, sino la puesta— que revela el destello de un color inverosímil de tan hermoso. Pero queriendo la belleza me encontré con el edificio al otro lado, su pared de ladrillo, de noche todavía.
📷 Tres personas a las que no conozco, en la playa de Laulasmaa.
🗒 La tradición de agosto: #unmesdeescritura, el reto creativo —pensado para escribir, pero no solo— que propongo en mi perfil de Instagram. Una propuesta cada día, hasta el sábado 31. Si no lo conoces y te apetece unirte, lo explico en esta publicación.
📬 Además de aquí, me encuentras en Facebook, Instagram y mi web.
🌞 Te deseo mucha salud, alegría y tiempo para leer buenos libros. ¡Felices vacaciones, si las tienes, y ánimo si es que no!
Yo también lo creo. Un texto muy interesante, y muy bonito
Siempre es autobiográfico , sea cual sea el método empleado, poesía, narrativa, fotografía, pintura , música…