Estoy contándote cosas que no contaría a Facebook
Dos macetas, el almuerzo de una pareja desconocida y un puñado de posibles quitamiedos.
La enfermera señaló allí, al final del pasillo: si llamo aquí —el espacio frente al mostrador, con unos pocos asientos ya ocupados— y nadie responde, os busco. Caminamos. El matrimonio se sentó junto a la puerta. Ella susurraba el almuerzo que prepararía si terminaban pronto, y él —el paciente, descubriría luego— festejaba cada plato: un pistito, bien, una merlucita, qué rica, unos nísperos, ya es la temporada. Yo intentaba concentrarme en el libro que paseaba en el bolso aquellos días; ni siquiera recuerdo el título. No conseguía avanzar, así que el rato lo gasté fijándome en las dos plantas del alféizar. La prueba salió bien.
La semana pasada —casi un año después— entré puntual a la consulta para recibir el diagnóstico —todo bien, como todos los diagnósticos—, pero me tocó esperar una hora para lograr las citas siguientes. Otra sala, otra decoración: habían recortado las fotografías de un catálogo de viajes, y las habían colocado en la pared. Mientras oía o no mi nombre me entretenía saltando de las páginas del libro al teléfono, del teléfono a los paisajes: el atardecer en una playa exótica —cómo arde el cielo—, un monte puro verde.
De qué maneras tan distintas nos enfrentamos al miedo, buscamos la calma frente al miedo. Los diminutivos amorosos —pistito, merlucita— con los que la mujer transmitía seguridad al hombre, y a sí misma. Alguien que llama por teléfono a quien le conteste, por llenar el tiempo, y se refiere a cualquier asunto salvo al que le preocupa. Quien se refugia en la música y ha olvidado los auriculares. Quien mira sin más: los carteles a favor de la sanidad pública, las macetas o las hojas de revista, el horizonte rojo teja y azul sucio. O la cháchara forzada con las técnicas del electro, aparentando que estás tranquila aunque no estés tranquila.
Escribí algo sobre aquella mañana de mayo, y luego otro texto cuando regresé meses más tarde a la sala de espera del final del pasillo: en el alféizar una cinta con algunas hojas secas y una monstera que resiste, dignísima. Escribí sobre la delicadeza de quien considera que dos plantas alivian el dolor, y las compra y las traslada al hospital en el que trabaja, y las cuida para que aporten algo de hermosura en la zozobra. Escribo sobre la delicadeza de quien arropa las paredes con el atardecer en una playa exótica, un monte puro verde, y reconforta así a quien teme lo que escuchará. Asumo el riesgo de la cursilería: quisiera agradecer ese gesto una vez más. Brindo a cambio unos versos de Majela Kelly que no dejan de rondarme: «Estoy contándote / cosas, poema, que no contaría a Facebook».
🗓 Para quienes estén en Madrid, este sábado 15 de abril tenemos una cita con Bibiana Collado Cabrera y su novela Yeguas exhaustas (Los aciertos & Pepitas de Calabaza). El encuentro se titula “Hartas y cansadas”, y seguro que pensamos también sobre el poemario Violencia (La Bella Varsovia). Os esperamos a las 19.30h en la librería La fabulosa (c/Barco, 40).
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💌 Descansé —ay— la semana pasada, y enviaré la próxima cartita el martes 25 de abril. Mientras tanto, te deseo mucha salud, alegría y tiempo para leer buenos libros.