Gente rica sufriendo
Sobre un programa de televisión, las casas que nos muestra y la gente que las paga, y el motivo por el que algunas historias nos interesan.
Fredrik y Sofie han comprado un terreno que definen como «acantilado», aunque la cámara enfoque a una sucesión de rocas en pendiente suave hacia el mar. «Imagina los cisnes aquí por la mañana», y Sofie sonríe a su marido. Su hija pequeña acaba de independizarse, lo que les permite vivir donde deseen: eso les sitúa en el montón de piedras que han comprado en una isla del archipiélago de Gotemburgo. Fredrik piensa en un edificio vanguardista de dos plantas, y Sofie sueña con algo más humilde, «una casa en un árbol». Gana él. Llueve cuando dinamitan la parcela para levantar los cimientos: llueve sin pausa durante semanas, la intensa lluvia aburridísima en la misma época de cada año, que coincide —nadie calculó— con el arranque de las obras. Sofie, Sísifo: resguardada con un impermeable, achica el agua hasta que se da cuenta de que la cantidad que sale es la misma cantidad que entra.
Mi nuevo programa de televisión favorito se llama Grandes diseños de Suecia. Lo descubrí por casualidad: emitían algo que me interesaba, encendí el televisor un rato antes y lo dejé de fondo. Por el título supuse que hablarían sobre sillas, lámparas, armarios. Sin embargo, cada episodio muestra la construcción de una casa lujosísima, desde la idea hasta la mota inaugural de polvo. Un crítico de arquitectura nos presenta a empresarios de éxito y esposas que se reinventan como diseñadoras de joyas; también a un veinteañero que guarda desde la infancia la servilleta que le regaló un amigo de sus padres, arquitecto premiadísimo, con el diseño de la futura primera casa del chiquillo. Manejan presupuestos que rondan el millón de euros, e indican en el plano que en ese punto de su isla privada colocarán el spa. Capítulo a capítulo, el esquema se repite: con la primera piedra se funda la catástrofe.
Aquella tarde visitaban al directivo de una multinacional, recién divorciado, que proyectaba una cabañita para refugiarse en la montaña con hijos y amigos. Yo aún no conocía el programa, así que lo interpreté con literalidad: cuatro muros de troncos que él mismo ensamblaría. En la realidad, y en la conclusión, el coste de aquella casa de varias plantas para una veintena de personas se había duplicado —lo mismo para el plazo—, porque el directivo no barajó la nieve como obstáculo. Final feliz, sin embargo: el presentador y el propietario brindaban en un salón diáfano, porque los ricos de Grandes diseños de Suecia odian las paredes. En otras ocasiones, el final sabía agridulce: una pareja se divorció cuando él aumentó su nivel de excentricidades —sala de cine privada, discoteca privada, terciopelo y cuero por todas partes—, mientras que a ella le bastaba con mudarse para celebrar la Navidad. Los problemas surgen casi siempre porque los ricos consideran que lo saben todo. La mayoría asume la dirección de la obra en lugar de contratar a alguien experto, y esto provoca que los camiones no dispongan de carreteras por las que acceder al terreno, y por lo tanto deban construirlas antes, o que nadie valore que el emplazamiento —en medio de la nada, y la nada es un lago entre montañas o el corazón de un bosque virgen— obligue a desplazar los materiales con helicópteros o lanchas.
Otra de las parejas fantasea con mirar al Báltico desde el sofá, para lo que necesitan un ventanal de hoja única: el montante les perturbaría. Optan por encajarla en la estructura pero el andamio lo impide, por lo que el cristal queda suspendido en el aire mientras desmontan el acero. La cámara enfoca al propietario, responsable del error de cálculo, que teme que el cristal se caiga y lamenta el dinero que perderá mientras no usen la grúa. Y en ese momento, la emoción: el plano incorpora a un albañil que se aguanta la risa. Lo intenta, se muerde los labios para que no suene la carcajada, se le hinchan las mejillas —ahí el triunfo efímero de clase, ensanchando los pulmones—, entrecierra los ojos, le intuyes en la esclerótica y el iris y la pupila el regodeo en la ignorancia ajena. Ese albañil: por ese albañil invertí cuarenta minutos en ese episodio de Grandes diseños de Suecia. No me interesaban los paisajes o la arquitectura, sino el infortunio: los miles de euros que cuesta esa máquina parada.
Por si la hipótesis de la identificación no la anularan nuestras circunstancias, la pantalla les convierte en personajes de ficción: una barrera que divide el mundo entre la realidad, el plano en que vivo yo como espectadora, y la representación, los cimientos entre los que se mueven los futuros propietarios de las mansiones suecas. El medio les despersonaliza, y ese alejamiento fuerza el interés. Sucede también con algunas narraciones —novelas, películas, cuentas de Instagram— sobre la tragedia del rico: la joven que viaja a un lugar exótico para buscarse a sí misma o huye de una mala noticia a otro continente, tropiezos y fracasos en salones del tamaño de tu piso. Tiene algo de aspiracional, por lo que nunca poseeremos, y también su punto de consuelo: tu insatisfacción pasajera —porque todo vuelve a su sitio— amortigua la mía permanente. Nunca disfrutaré de tus vacaciones paradisíacas, de tus exquisitas comilonas de domingo, de tu chapuzón en la piscina del jardín, pero quizá te decepciones un poquito como me decepciono yo, que nunca seré como tú —la conciencia de la distancia, de la diferencia—, que me evado con tus penas de las mías. Para eso, a veces, la ficción: Sofie y el agua, el divorciado y la nieve, los dos espárragos cruzados en equis que sirven al presentador cuando pretende almorzar. Se trata de un dolor controlado porque el invierno acaba, la nieve se derrite, el crítico de arquitectura tomará postre, todo se soluciona con dinero y el dinero les sobra, pero basta para percibir qué se siente cuando te has acostumbrado a que todo funcione, y con qué desconcierto se reacciona si algo falla cuando nunca falla.
La 2 emitió una selección de Grandes diseños de Suecia en febrero y marzo. Solo me costó terminar un episodio: el de una pareja —Johan y Roja— con un nivel adquisitivo menor, mecánico él y cocinera ella, que sumaba esfuerzos y ahorros y préstamos para una casa dentro de un invernadero. Todo se torció, los gastos se dispararon, ella debió pluriemplearse para conseguir más dinero y él despidió a la cuadrilla y ahorraron así un puñado de sueldos. Johan y Roja sustituían cada noche el descanso por la mampostería. El final del programa sí lo disfruté: Roja enseñaba su huerto, el presentador elogiaba el olor de las plantas y el mimo en el cuidado. Roja sonreía en un gesto que se hermanaba con el del albañil, los labios apretados en un orgullo parecido, el pecho creciendo dentro del televisor.
📷 Lo más sueco de mi carrete fotográfico: la alfombra en un hotel de Malmö. La cambiaban cada día.
📬 Además de aquí, me encuentras —no mucho durante estos meses, la verdad— en Facebook, Instagram y mi web.
👩💻 Mientras envío la próxima carta te deseo mucha salud, alegría y tiempo para leer buenos libros.
Jajaja, nunca vería una serie como esa, pero me encanta que me la cuenten... Gracias!