La máquina de generar memoria
"La futura antigüedad", de Jennifer Michael Hecht, y una verbena, y mi sofá, y algunas ideas sobre el tiempo que pasa.
Después de cenar fuimos a la verbena. Me hizo gracia cuando J. lo propuso: imaginé una reunión pequeña para la gente del barrio, alguna orquesta de fondo. Sin embargo, conforme nos acercábamos al parque se intensificaban el ruido de la música y el olor a vómito, se acumulaban las botellas vacías en el recodo de un portal. En el acceso, un control: mientras los adolescentes se agolpaban para que comprobasen sus mochilas, nosotros no tuvimos que esperar. «De usted me fío», anunció el policía, y J. avanzó. «De usted también», mirándome, y le seguí.
Una feria en miniatura: en el tramo inicial los puestos para comer y beber —partidos políticos, asociaciones—, después las cabinas para conseguir peluches de tamaños imposibles, en el centro algunas atracciones infantiles cubiertas por lonas y al fondo muchas para adultos. Alguien fotografía la cara de velocidad de quienes ama. Dejamos atrás la noria vacía, los dados locos, el canguro. Regresábamos cuando a J. le llamó la atención el espectáculo del tirachinas. El mecanismo zarandeaba la cápsula a la altura máxima: J. y yo mirábamos a ras de albero, yo cerraba con fuerza mi mano en torno a su brazo, a él le decía «ay», «ay por dios», «pero dios mío», y él preguntaba «pero cómo van a salir», «pero esa gente cómo va a salir». Y esa gente salió con parsimonia, una muchacha tambaleante pero digna, la otra algo mareada: la cápsula disponía de dos plazas, que ocuparon de inmediato otros dos chicos. Tras una espera tensa, el mecanismo disparó la cápsula hacia el cielo, y retomó la escena que ya conocíamos: arriba y abajo, abajo y arriba, sobre sí misma, sobre sí misma otra vez.
¿Aguantamos media hora? ¿Ni siquiera? El reguetón nos obligaba a gritar para comunicarnos, y el espacio en torno a las atracciones y frente a las casetas lo ocupaba el botellón. Si queríamos sentarnos, no podíamos; si queríamos pasear, tampoco. Deshicimos el camino: el tirachinas, el canguro y los dados locos y la noria, el plástico sobre el trenecito, bocatas de tortilla y lomo y pimientos, el policía que confió en que no guardásemos un arma en mi bolso. Al regresar a casa abrí un refresco y me hundí en el sofá.
Frente al tirachinas, en las fiestas de san Miguel, despedí mi juventud.
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Había empezado a leer La futura antigüedad, de Jennifer Michael Hecht (traducción de Andrés Catalán; Cielo eléctrico, 2021). Marqué los siguientes versos en el poema que titula “Prólogo”: «Mi último proyecto consiste en esbozar varias descripciones detalladas en beneficio / de la futura antigüedad: una suerte de libro de consejos, de modo que puedan / entender que la civilización tiene fases, incluso fases en la creencia / de las fases, e ideas sobre los dioses y la antropomorfización de los animales, / y cómo la idea de progreso / interfiere en ciertas cosas al mismo tiempo que posibilita otras, / y cómo la idea de la caída en desgracia también permite / cierto número de transacciones pero impide otras».
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Tengo arrugas en torno a los ojos y en la frente, y una mancha en el pómulo causada por el sol. Al analizar una radiografía, el médico me explicó que el desgaste de mi columna vertebral solía encontrarlo en pacientes que me doblaban la edad. Viajo con un pastillero atiborrado —suena el móvil para no olvidar las tomas— y los informes que justifican el consumo. Me niego a teñirme las canas, porque me las gané. Pienso a menudo en la enfermedad: qué me ocurriría si se complicase alguno de mis diagnósticos, o si añadiera alguno a los que ya padezco. Pienso en la muerte; no en la propia —si he heredado las caderas anchas de una abuela y el pelo finísimo de la otra, ¿por qué no su esperanza de larga vida?—, sino en la ajena, en el miedo a perder a un ser querido. Releo algunas notas para poemas, y en todas me pregunto por lo mismo.
También mi forma de leer se ha arrugado y se ha manchado, y se gasta como los discos entre las vértebras. Antes —antes: más joven— restaba sueño al sueño para terminar un libro, por trabajo o por gusto; ahora necesito siete u ocho horas a partir de medianoche si pretendo funcionar al día siguiente. Empiezo a leer un poema, y al acabarlo vuelvo otra vez no porque me entusiasme, sino porque creo que me he perdido. La duda conlleva la certeza. Me cuesta concentrarme y me cuesta entender. La niebla se me mete en los ojos. Leo a ratos sueltos: en casa me permito la voz alta, como cuando niña, para que las palabras tomen cuerpo; así se fijan, las veo mejor. En público me da vergüenza, claro, y me encallo durante minutos en la misma página.
Hace semanas que brego con La futura antigüedad. Al principio lo trasladaba en el bolso, de casa a donde fuera, de donde fuera a casa; si me sentaba en el metro o en el autobús lo retomaba, pero me expulsaban la densidad de pensamiento y de lenguaje. Me agobiaba perderme, que se me escapara algo. Lo descarté como lectura de espera y lo coloqué en la mesita de noche, junto a la botella de agua y el Voltadol Forte Gel.
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En la primera estrofa de “Cambio de veinte”, otro poema de Jennifer Michael Hecht: «¿Para qué sirven los años? Nadie / lo sabe. Bolsillos en los que acaban / las cosas que perdemos».
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Al regresar de las fiestas de san Miguel abrí un refresco, me hundí en el sofá. El contrapunto ideal me describiría borrando el tirachinas de la memoria, recitando en voz alta: «Sin embargo no debemos / demonizar el tiempo. ¿Verdad? / No debemos maldecir el paso del tiempo». Disculpe, metafísica: lo cierto es que encendí el televisor.
Durante el fin de semana limpié la casa, puse lavadoras y cultivé el intelecto. Me llamaron la atención varios artículos sobre los peligros de la vida contemporánea: el progreso nos ha revelado tal, pero nos ha arrebatado cual. El tirachinas, la cápsula arriba y abajo, abajo y arriba, sobre sí misma, sobre sí misma otra vez, igual el movimiento de una idea que me acompaña: no entiendo algunos códigos que observo en personas más jóvenes, pero asumo que se trata de la misma sensación que vivirían, al observarme a mí a su edad, quienes me llevaban quince o veinte años. Existe al menos una generación posterior —¿dos, ya?— con la que me relaciono, con la que coincido en espacios de trabajo y de ocio, con la que comparto en muchos casos opiniones y experiencias, pero con la que siento que hablo una lengua hermana: palabras y estructuras comunes, una misma raíz —un mismo instante—, y pese a todo otro idioma, el policía que confiaba en mí y no en la chica que me precedía en la fila, el grupo de chavales que celebraba una canción que me espantó. Mi vocación: evitar el meme del anciano gritando a la nube. Comprender que hoy casi todo se percibe de otra forma, y está bien, ha sucedido siempre y aquí nos mantenemos. De eso tratan la vida, el tiempo.
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Jennifer Michael Hecht escogió La futura antigüedad como título del libro que aún no he terminado de leer. Interpreto: la futura antigüedad, el presente. Nuestra voluntad de generar memoria, y nuestra conciencia de pertenecer a un tiempo en desarrollo. Cada noche, antes de dormir, intento leer uno de sus poemas. Ayer tocaba “Una historia de tigres”. Subrayo, doblo la esquina de la página: «Y entonces un día me desperté en movimiento, sin / moverme, el mundo había vuelto, pero yo no estaba en él».
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