La posibilidad
Tres cuotas sin pagar a una escuela deportiva, el mensaje de una amiga sobre una persona con mi nombre, un poquito de realidad y un poquito de ficción.
¿Eres Elena Medel Navarro? Lo preguntó la voz al otro lado del teléfono. Sí, soy yo. Mira, te llamo de la escuela deportiva, y añadió el nombre de un pueblo de Zaragoza, porque nos debéis tres cuotas seguidas de la ficha de Álex. Cómo es eso. Pues es que no nos habéis pagado ni septiembre ni octubre ni noviembre, me devuelven la domiciliación, ¿habrá algún fallo?, ¿te doy el número de cuenta y nos haces el ingreso? Qué Álex, contesté. Álex, que juega en alevines. Pero si yo no tengo hijos, respondí. Hubo —claro— un silencio. De nuevo mi nombre y mi teléfono: correcto. Cifra por cifra el número del carné de identidad: ninguna coincidía. Tampoco el correo electrónico ni el domicilio. El nombre y los apellidos —Medel, el segundo—, su fecha de nacimiento —julio de 2001: no memoricé el día—, insistí en que no tenía hijos, en que aquel niño no era hijo mío. Pues qué raro todo, concluyó. Sí, es raro. Entonces no eres la madre de Álex, ¿no? No. Pues disculpa. Y colgó.
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Cada sábado, Elena Medel Navarro acompañaba a su hijo al partido de fútbol. En el momento de la llamada yo —¿yo?— tenía veintisiete años, y Álex —calculé— once. Ella —¿ella?— debió de estudiar el último curso de Secundaria durante el embarazo, igual que varias chicas de mi entorno: mirábamos sus barrigas lentas, estirando el jersey hasta aumentar de talla. Te sumabas al refresco en la terraza para la presentación del bebé —un camarero nos preguntó si estábamos de cumple—, y quizá repetías encuentro algunas veces más, pero te aburrías de interrumpir la charla por el llanto o el cambio de pañal. Con el parto, tu amiga se transformaba en una madre, y entonces una madre era un fantasma.
La llamada despertó otra vida posible. En ella hervía verduras y pescado, y gritaba a mi hijo para que se esforzase con los deberes. En mi hipótesis busqué candidatos para la paternidad, un compañero de clase o el amigo de una amiga; planteé una ruptura antes del segundo cumpleaños de Álex —por ahorrarle el dolor—, y otra relación por la que se —¿me?— habría trasladado a aquel pueblo de Zaragoza. Elena Medel Navarro, la madre de Álex, ¿acabó el instituto? ¿En qué trabajaría?
No supe nada más de la escuela deportiva. Entendí que todo se había solucionado, y continuó mi otra vida: la real, supongo.
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Nunca me preocupó que alguien utilizara mis datos personales, ni me pareció incongruente que en la escuela deportiva aceptasen una ficha con información falsa. La ficción obedece a sus reglas: yo también las acato.
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Este agosto, revisando archivos antiguos en el ordenador, encontré un documento con algunas entradas del diario que escribí desde los trece o catorce años hasta poco antes de cumplir los treinta. Con mi irregularidad habitual: cada noche en algunas temporadas, en otras con silencios de meses. Durante una mudanza me planteé si aquellos cuadernos —casi tres decenas— servían para algo. Lo que necesitaba recordar nunca lo olvidaría, lo que prefería borrar no tenía sentido fijarlo, y en todo caso nada importaba mucho. A la basura: arrancaba un pliego y lo rompía en pedacitos, arrancaba otro y repetía el proceso hasta cansarme. Pero antes repasé el contenido, en diagonal, y transcribí lo que me interesó. Algo más de quince años los resumí en una decena de páginas de Word. Una de las anécdotas que reproduje fue la llamada de la escuela deportiva. Al leer el texto la sentí ajena, como si le hubiera ocurrido a otra persona, y me divirtió bastante: la había olvidado por completo.
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La persona a la que telefonearon, preguntando por la persona que no era, ¿es la persona que soy?
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La primera estrofa de “Casitas”, un poema de María Martínez Bautista: «Qué tristes son los barrios / donde nunca he vivido / y las casitas donde nunca he sido. / Porque son tan punzantes / otras vidas posibles» (en su libro Galgos).
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Me obsesiona la posibilidad. Nada original: quién no se ha planteado el rumbo de su vida si hubiese tomado otra decisión, por banal que pareciese. De haber rechazado aquella propuesta que acepté, ¿qué habría sucedido? ¿Cuál mi ahora si retrocediera en el tiempo, y deshiciera lo que hice? El trabajo que acepté, y salió mal. La noche en que huí, y me arrepiento. Tirando de este hilo, me enredo en la idea de una falsa autobiografía, en la que adjudico experiencias que yo ignoro a alguien con quien comparto nombre y circunstancias. Algo similar a la trilogía de memorias de J. M. Coetzee, que en castellano se reunió en Escenas de una vida de provincias. Una primera persona alejada de la primera persona: sí en la forma, no en la respiración.
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Mensaje de una amiga, que se fotografía en uno de mis bares favoritos: un club de jazz en Chicago donde organizan veladas de poesía. Para animarla a unirse, su anfitriona le aseguró que yo no faltaba siempre que visitaba la ciudad. Ella aceptó la invitación, y me envió la imagen con todo el entusiasmo. Pero yo jamás he estado en Chicago y no conozco a la mujer que la acompaña; no encajo con el jazz, ni con los bares, ni —exagero— con la poesía. Durante unas horas fantaseo con ser alguien que vuela a Chicago con la asiduidad de quien escoge su bar favorito; alguien que cruza las piernas con precisión y naturalidad, bebe cócteles y cierra los ojos para sentir la música.
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Lo que decidió tu yo de veinticuatro años atrás se sitúa en tu presente; un viraje mínimo —faltar a una cita— te trasladaría a otro en el que te preocupas por tu hijo veinteañero, Álex, que jugaba o juega al fútbol, y quizá comparte aquellos problemas por los que no pagaste tres cuotas del equipo. La persona que fuiste hace dieciocho años eligió tu camino —tu ciudad, tu trabajo—, y hoy tecleas en la habitación pequeña de una ciudad grande, pero por otro —otra ciudad, otro trabajo— te calzarías tacones altísimos y dibujarías con precisión la raya del ojo y brindarías con tus amigas de aquí y de allá mientras alguien gesticula el enésimo pastiche de Ginsberg. ¿Sobre qué posibilidades dudarás en el futuro? Como aquella serie de libros juveniles: Elige tu propia aventura. Si prefieres avanzar por el sendero oscuro en plena noche, página 13. Si optas por refugiarte en un lugar tranquilo, página 20. En el fondo, imitaban a la vida.
📷 Una contraventana del templo de Jogyesa, en Seúl.
🗞️ Cada cuatro semanas publicaré en La Lectura —el suplemento cultural de El Mundo— un artículo sobre libros y vida y viceversa. El primero apareció el viernes pasado, y se titula “Mi verano con Philip Roth”.
⏰ Algunas actividades para esta semana: el miércoles 18, una mesa redonda con Elvira Navarro y William González Guevara —modera Miguel Barrero— en Casa de América (Madrid), a las 19.30h, dentro de la programación de Centroamérica Cuenta; el jueves 19, a las 19h, en el imprescindible espacio de pensamiento Crisi (Barcelona), una conversación con Claudia González Caparrós y Juli Mesa para celebrar los veinte años de La Bella Varsovia; y el sábado 21, un vermú literario con Mercedes Cebrián en la librería Pérgamo (Madrid), a las 12.30h, a propósito de la bellísima colección Lector&s de la editorial Ampersand. Al domingo 22 llegaré así.
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🍂 Te deseo mucha salud, alegría y tiempo para leer buenos libros. ¡Feliz regreso a todo!
Me encantaban esos libros de "Elige tu propia aventura". Yo siempre elegía mal y la aventura duraba poco.
Muy simpáticas las confusiones… Feliz regreso, y Feliz 20 cumpleaños!