Mujer a la oficina
Un cuento que escribí hace algunos años: criaturas prodigiosas, edificios de oficinas y un personaje que quizá conozcas.
En el vagón de metro hay una mujer y hay un hombre y también ella. Antes lo ocuparon muchos hombres y muchas mujeres y ella, claro, pero ahora —parada tras parada tras parada— quedan tres personas. La mujer cabecea —lo justifica la hora— y aprieta contra su pecho una bolsa de plástico con una tartera que calentará en el microondas de la sala común. Al hombre lo atrapó la página doscientos veinte del libro que forró con la publicidad de un supermercado porque a saber qué lee y a saber por qué no quiere qué se sepa y ella se lo pregunta o ella se lo preguntaba o ella se lo preguntaría porque hoy la ocupan otros asuntos: ella insiste con la lengua contra los dientes.
Anoche le salieron los colmillos.
Le dolieron en los primeros años al quebrarle la carne de la boca de niña, se le cayeron, los depositó bajo la almohada, cobró su parte, no pudo silbar nunca, crecieron los nuevos, se torcieron, la ortodoncia alejó a los chicos de las discotecas light, y así hasta hoy, después de varios lustros de comillos alineados con las paletas y los premolares y los molares y demás —si existieran— de su boca: durante el trayecto a la oficina, la lengua contra los dientes, comprueba que algo no encaja.
Esta mañana el espejo no le devolvía su imagen sino azulejos y toallas y botes de gel y de champú donde los ojos y la nariz y los labios. Se lavaba la cara y se lavaba los dientes y se recogía la melena según un tutorial, y ninguno de estos gestos: todo en el espejo era mobiliario de baño de piso de alquiler. No le extrañó porque se acuesta muy tarde y se levanta muy temprano. Siempre está cansada y siempre tiene sueño. Pero ahora, en el vagón del metro —donde hay una mujer y un hombre y también ella—, ocurre algo. Ocurre que el cartel del andén indica «Ciudad Lineal» y que las puertas se abren y que ella —escaleras, tornos, vestíbulo— sale a la noche una vez más. Sale a la noche y camina por la avenida desierta y tuerce a las tantas calles y busca la oficina en la que se encerrará a la luz de las lámparas hasta que caiga la noche otra vez. Por la avenida desierta el estómago le baila y el corazón le late lento cada vez más lento, y la ensalada que mareó durante la cena y que desechó porque le vencían las ganas de dormir le escala a la boca, donde los colmillos recién crecidos, y los dos golpecitos de ajo en polvo con los que roció el filete para el tupper del almuerzo le queman en los ojos. Se detiene y abre el bolso y saca el móvil y el monedero y rebusca y encuentra un neceser pero no le interesa y encuentra un paquete de pañuelos pero no le interesa y encuentra la comida y ahora sí: la tira a la basura y corre a la oficina. Ya va tarde.
Y surge entonces el olor de la gente, surge porque antes apenas intuía avisos desde los coches que avanzaban por la avenida o desde la bicicleta con la que se cruzó antes del portal: sin embargo en el ascensor distingue cómo huele el chico de administración que esconde bajo el traje camisas con el logo de pymes que cerraron, y desea morderle en el cuello igual que cada sábado por la noche recorre el arco suave del cuello de un hombre, desde el lóbulo a los hombros, demorándose en la curva, y otro arco suave del cuello de otro hombre al sábado siguiente. Y sin embargo en el ascensor distingue cómo huele la carne que vence al pachuli de la señora de exportaciones, entre los collares y el abrigo impropios de este tiempo y una capa de base de maquillaje bajo una capa de polvos translúcidos bajo una capa de humo de coches, abriéndose paso el olor de la carne y de la sangre que esconde nada más salir de la ducha. En el ascensor hoy hay una mujer y hay un hombre y también ella con sus ganas inmensas de lanzarse sobre ellos y morderles y tragarles la sangre, como sucede en las películas. Se resiste: los colmillos se le clavan en la carne por dentro de la boca.
En el rellano de la sexta planta —el chico de administración a su mesa, la señora de exportaciones a su despacho— se rasca la nuca, donde el remolino de pelo que le impide el corte corto: chocan las uñas con un rosario de cicatrices, pequeñas y redondas, formando un círculo. La mordedura. Recuerda el despacho de su jefe, las primeras horas extra que nunca le pagó, el primer bocado, las segundas horas extra que admitió gratis, la segunda vez en la que le chuparon la sangre, y antes los meses sin contrato, y el contrato insuficiente, y el sueldo rácano, y las terceras, y las cuartas, y el mordisco, y el sábado trabajando, y el mordisco, y el horario sin ver la luz del día, y el correo electrónico que le espiaban, cada vez más pálida, y las noches con trabajo en casa, cada vez más pálida, vampiro también ella a base de callarse. Así que salta. No le queda otra opción, los colmillos, la piel pálida —cada vez más, cada vez más—, el olor del ajo y el olor de los demás, y salta: aprovecha la ventana abierta de la entrada, toma impulso a la altura de la recepcionista, y se precipita sobre la avenida.
En el vagón del metro distingue el calor y el olor de los cuerpos ajenos y sus horarios y las excusas a sus madres cuando termina el día y qué hora extrañísima tienes de llamarme hija de verdad que estás bien en el trabajo a mí no me parecen normales estas horas me preocupas. La lengua contra los dientes: todo encaja. Los colmillos poderosos, ahora los colmillos afilados: cayó de pie de la oficina al mundo.
(Hace un par de años se estropeó mi ordenador, y mientras lo arreglaban subsistí con un portátil antiguo, que se colgaba cada poco tiempo y me obligaba a detenerme, reiniciarlo y cruzar los dedos para no perder información. Al desecharlo, en su momento, había aprovechado para cribar archivos: unos los moví al nuevo, otros los olvidé. Aproveché esa segunda vida para repasar qué había descartado, y encontré algunos textos que me parecieron quizá no valiosos —depende—, sí curiosos o útiles. Este cuento, por ejemplo: lo escribí en marzo de 2014, no recuerdo para qué o por qué, quizá un encargo, quizá por simple gusto. Me inspiré en el tiempo en el que trabajé en una oficina en Ciudad Lineal, en Madrid, con un horario que me condenaba a no ver más luz que la del fluorescente. Y en cierto modo el personaje que lo protagoniza, «ella», “ensaya” la Alicia de Las maravillas.)
📸 Many Subway Cars in New York City Have Been Spray-Painted by Vandals. 05/1973, de Erik Calonius (U.S. National Archives’ Local Identifier: 412-DA-5773). En The Commons / Flickr.
📽 ¿Puedo recomendarte dos películas? En Filmin: El agua, el debut de Elena López Riera, y Bubota, un cortometraje documental de Carlota Bujosa. Las dos estupendas, creo que sin más puntos en común que el momento en el que se han grabado, la plataforma de acceso y —faltaría— su calidad inmensa. Una celebración de las formas diferentes de mirar.
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