Rosario Izquierdo, un milagro que celebramos
"Lejana y rosa" es exacta y precisa: nada sobra, nada falta.
📷 Rosario Izquierdo, por José Manuel Arrante.
La memoria. La memoria reciente, y la memoria más profunda, aquella que arraiga incluso antes de que existiéramos. La memoria que compartimos —que decidimos compartir— y la que sabemos porque la escuchamos. La memoria que no conocemos y que intuimos, y la memoria que ignoramos y que pese al silencio también nos pertenece y nos conforma. La memoria, decíamos: entonces el pasado, la intención de reflexionar sobre lo que sucedió y que nos explica, y el presente entonces, la voluntad de mirar hacia hoy y hacia mañana en la conciencia del ayer.
Esta intención de tiempos marca la obra de Rosario Izquierdo. Me detengo en Lejana y rosa (Comba, 2021), cuya lectura entusiasta tengo más reciente, aunque también podría mencionar sus novelas anteriores, Diario de campo (Caballo de Troya, 2013) y El hijo zurdo (Comba, 2019), que Rafael Cobos ha adaptado para televisión; se estrena en breve. La memoria, claro: la memoria de Carmela Estévez, la protagonista de Lejana y rosa, que con el cambio de siglo se recuerda a sí misma dos décadas antes, en el tiempo histórico de la Transición, en el tiempo íntimo de la adolescencia. Desde su presente, a la vez nuestro pasado, Carmela evoca un instante de descubrimientos que abarcan lo personal y lo político, el encuentro con la muerte y el encuentro con el deseo —del cuerpo y de las ideas, en su plural abierto—, el encuentro con la ideología.
(Un detalle de la nota biográfica de Rosario Izquierdo: «es socióloga, escritora y coordinadora de talleres de escritura. En su trabajo literario vuelca su interés en las desigualdades sociales y de género, con especial atención en los obstáculos que encuentran las mujeres para abrirse camino en el trabajo y en la vida.»)
«Llegué a Tarsis anoche desde Madrid», comienza con aires míticos Lejana y rosa. Pronto se mancha —la tierra de Riotinto, un paisaje atravesando biografías— y baja a tierra para revisar y desmontar lo legendario: Carmela Estévez estudia los últimos cursos del instituto, lee y lee y escribe, se enamora, afronta la muerte de su padre. Sueña que todo es posible, sin importar —ambiciosa, ingenua, ay— su género ni su clase social. Afuera se reconstruye —de aquella manera— un país recién salido de una dictadura, y afuera igual, pero más cerca, en su pueblo aún duelen las tensiones de los años de la explotación británica de las minas.
En las páginas de Lejana y rosa se cruzan la Carmela que hace memoria y la Carmela que tantea la vida, Álvaro G. —el escritor comunista que se establece en La Mansión—, la fascinante y fantasmal Kristina Lomholt, y se cruzan otras peripecias acaso mínimas en la trama más central, por así decirlo, pero a las que Rosario Izquierdo otorga siempre la relevancia que merecen: las de la madre de Carmela, sus familiares, sus vecinas, sus amigas, los chicos... La Historia, con mayúsculas, se compone también de las historias pequeñas; la Historia tal como la concibe Rosario Izquierdo, desde la reflexión inteligente y el compromiso rotundo, generosa en matices.
Muchas novelas —iniciación política, educación sentimental, desclasamientos, etcétera— conviven en Lejana y rosa, y todas encajan: en la escritura de Rosario Izquierdo nada sobra, nada falta. Es exacta y precisa. Cuenta —y de qué manera— lo que quiere contar. Apunta, señala. Sin rodeos, áspera en el qué —nos incomoda, reabre heridas, ilumina zonas que habíamos oscurecido—, acogedora en el cómo: un fraseo natural y elaboradísimo —nada sobra, nada falta: y cómo conversan sus personajes, cómo suenan de/a verdad—, en la que de repente brota un destello.
«Un milagro que celebrábamos», termina el fragmento de Lejana y rosa que he escogido para invitarte a seguir leyendo. Me gusta la imagen: «las tierras desérticas donde ver una flor era un milagro que celebrábamos.» La Historia. La vida. La memoria. La belleza. Justo eso valdría para explicar sobre qué escribe, cómo escribe Rosario Izquierdo: un milagro que celebramos.
Un fragmento de Lejana y rosa (Comba, 2021), de Rosario Izquierdo:
La Historia y las historias, lo posible, lo inventado, datos y cifras reales, herramientas literarias o ejercicios gimnásticos de la imaginación, qué importaba, no necesitábamos dar nombre a nuestro juego. Usábamos las ruinas a las que nadie prestaba atención. Todo aquello que despreciaban y dejaban descomponerse en el olvido era rescatado por nosotros, salvaguardado como una suma de joyas singulares, distintas entre sí y a todo lo demás. Percibíamos las escorias y los restos industriales como si fueran prolongaciones de nuestros cuerpos, como si esas ruinas oxidadas pudieran sublimar la separación física que había vuelto a imponerse entre él y yo. Éramos capaces de viajar con la mente por vías sobre las que habían pasado toneladas de mineral. Vías herrumbrosas vencidas por una espesura de historias, de biografías, de cifras. Mujeres británicas se desplazaban por los mismos raíles hacia las playas, a comienzos del verano. Subían al tren en el apeadero del Barrio Inglés, protegiendo el cutis bajo sombrillas de encaje, acompañadas por criadas españolas que durante el trayecto cuidaban de sus niñas y niños, que iban a respirar los aires curativos. Los niños españoles no iban. Fue mi abuela un verano con su tía Manuela para curarse del paludismo. Así la niña Conchita pudo conocer el mar.
Trenes que avanzan continuamente de la mina a la costa sin descanso, del territorio socavado al mar, tras el curso del Urium que corroe la tierra chupando sus huellas de hierro líquido, a través de estaciones ya en ruinas que los ven desaparecer bajo el violento sol de mediodía, o en el crepúsculo, envueltos en luz malva y moribunda. Trenes que ya no existen pero que no han cesado de viajar dentro de mí y mueven incansables las piezas del tablero en varias direcciones, dejando una estela polvorienta frente a la debilidad de nuestras voluntades, en los que una niña enferma y pobre viaja a la playa por primera vez o un caballero inglés se aleja al encuentro voluntario con la muerte, en los que quisiera subir ahora para alejarme yo también y en el trayecto perdonarme por cosas que no hice o no supe adivinar. Desde entonces no han dejado de recorrerme, antiguos, decimonónicos, sus estelas de humo marcando mi garganta como el cielo de las comarcas primitivas que atraviesan, vigilantes e insomnes, cargados de preguntas, medio oxidados, sucios, contaminados trenes de la memoria.
Iban también los mineros haciendo reccoridos más cortos, subidos a las bateas que les llevaban de casa al trabajo y del trabajo a casa, mineros sucios, silicosos, cansados. Vagones para ingleses, vagones para españoles. Y ahora frente a nosotros, casi un siglo después de haber sido construidas, las vías. A veces él me hacía preguntas, quería saber si yo tenía recuerdos, pero los trenes habían dejado de funcionar en la cuenca minera a finales de los años sesenta y, aunque mi padre me había contado que llegué a montar en ellos con tres o cuatro años, mi memoria sólo había recogido la agonía lenta de esas vías y de los viejos apeaderos con los que el tiempo y las lluvias, la sequía y el olvido, se habían ensañado, sepultándolos en el manto de las malas hierbas y orfandad que ahora teníamos ante nuestros ojos. A él y a mí nos unían los hierros viejos, los vagones abandonados y los poblados muertos con sus cementerios, las tierras desérticas donde ver una flor era un milagro que celebrábamos.
Rosario Izquierdo (Huelva, 1964), en sus palabras:
«Desde niña he vivido la escritura como la manera natural de ordenar la experiencia. Leía mucho y pronto me puse a escribir. Después hizo falta vivir y dejar que pasara el tiempo hasta sentir que tenía algo que contar y una voz propia para hacerlo. No quería publicar apresuradamente. Por el camino destruí poemas, relatos y una novela fallida, bastante más larga de las que escribo ahora. Publicar Diario de campo (Caballo de Troya, 2013) fue dar salida a un eco que llevaba 49 años resonando dentro, fruto de ese trabajo silencioso y un poco autodestructivo.
Escribo para intentar comprender y a veces no distingo vida de escritura, aunque sé distinguir cuándo y cómo la primera se las arregla para quitarle tiempo a la segunda. Ambas, escritura y vida, requieren de mucha imaginación y capacidad de resistencia. Vivimos en espacios sociales cerrados, herméticos, y, aunque no me interesan los héroes ni las heroínas, si existe una heroicidad que merece la pena vivir y contar creo que es la de atrevernos a romper esos espacios, yendo más allá de nuestro mundo limitado para acercarnos a conocer al otro, a la otra. A menudo pongo el foco en las relaciones entre mujeres de diferentes clases sociales, quienes al derribar esas barreras están activando, sin saberlo, resortes de rebeldía ante lo establecido, y desatando un conocimiento poderoso y transformador. Si la literatura puede adormecer conciencias, quedándose en el mero entretenimiento, debe también poder despertarlas. Disfruto, como lectora, del poder transformador de esa literatura que nace del riesgo y de la autenticidad. Me gustaría saber provocar eso, sacudir, incomodar, hacer pensar transitando caminos poco trillados, rehuyendo lugares comunes. Si no, para qué escribir. Los asuntos que exploro en mis novelas son los que me preocupan en la vida: surgen de mi historia personal y de mi experiencia laboral, como socióloga, con mujeres en riesgo de exclusión social. Desigualdad de clase y género, maternidad temprana, relaciones de pareja, mecanismos de la memoria, vastos espacios sociales que permanecen invisibles porque siempre habrá gente con poder interesada en que así sea.
No me gusta desmenuzar ni explicar demasiado mis narraciones. Creo que cuando mezclamos realidad y ficción se activan engranajes inconscientes que es mejor no intentar controlar del todo. Son las miradas lectoras las que completan aquello que ofrecemos. Siento una gratitud profunda por lo mucho que me enseñan todas esas miradas, que añaden significados nuevos tanto a lo escrito como al hecho mismo de escribir y publicar.
Las protagonistas de mis libros suelen mujeres que escriben. No digo escritoras, sino mujeres que utilizan la escritura desde niñas para mejor digerir el mundo. Tal vez para intentar organizar su caótica experiencia.»
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🔎 Rosario Izquierdo tiene perfiles en Instagram y Twitter. Me interesó esta conversación con Cristina Consuegra en Secretolivo, a propósito de la publicación de Diario de campo, con muchas cuestiones que siguen vigentes todavía.
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