Dibújame una araña
Nada sé de su presente; nada sé, tampoco, sobre el futuro inmediato. Respiro, cuento —uno, dos, tres, cuatro, cinco—, respiro. Subo la música.
Habrá cumplido cuatro o cinco años, por el parloteo enérgico de quien descubre y la coherencia misteriosa que se asume cuando se empieza a saber. Todo despierta nervios en la niña: que viajen a Madrid, que el tren no circule aún —faltan diez minutos para la salida— o que le nieguen desayunar churros con chocolate. Lo anuncia en voz alta, mientras la madre ruega silencio y el padre mira al resto del vagón, por si alguien contesta quejándose. La estampa idílica —la madre y el padre y la hija que se escapan— la quiebro yo, la mujer al otro lado del pasillo. He colocado mi abrigo y mi mochila en el compartimento superior, he desplegado mi portátil y mi móvil y mi libreta de tareas. Me había prometido que aprovecharía el par de horas de trayecto para trabajar —quién viajará un sábado tan temprano—, pero no contaba con la niña del vagón 4, plaza 248.
Abro el programa de maquetación y vuelco texto. Subo la música para que disfrace la conversación, pero los auriculares no me aíslan: como mucho suman ruido dentro al ruido de fuera. Con el estribillo se mezclan un grito de la niña cuando el tren arranca, la madre que chista y el padre que chista, la niña que se despide —adiooooos— de la ciudad. Me concentro en mi labor —cambiar tipografía, adaptar tamaño de letra, centrar o justificar según el texto—, hasta que escucho: dibújame una araña. El padre ha ofrecido a la niña jugar a algo, cualquier cosa, lo que ella quiera: a la muñeca o con la tableta que asoman en el bolso de la madre, sobre la bandeja de su asiento.
Pero la niña prefiere dibujar una araña. El padre la mueve por un momento al regazo de la madre y se incorpora, baja una de las maletas, extrae del bolsillo frontal un cuaderno de páginas blancas, una cajita de ceras. Devuelve la maleta a su sitio, recupera a la niña y abre el bloc. Primero él: elige el color negro, esboza un círculo y lo rellena, traza varias líneas curvas para las patitas, deja dos huecos minúsculos —los ojos— para rellenarlos de rojo apenas con dos toques. Mira a la niña, más para cederle el turno que para comprobar si ha aprendido de su gesto. Luego ella: la niña prefiere el marrón. Y traza con furia una mancha de la que brotan varias líneas oscuras, menos animal que luna nueva. Me fijo en su trazo, torpe y poderoso al mismo tiempo: la niña dibuja igual que habla, con la misma urgencia. Para cuando dejamos atrás Peñaranda de Bracamonte, el vagón ha recuperado el silencio: se oye un ronquido suave varias filas delante, el quejido de las ceras contra el papel cuando ella dibuja una araña azul, otra araña verde.
Igual que no contaba con la niña del vagón 4, plaza 248, también me sorprendió su petición. ¿Por qué una niña de cuatro o cinco años se decide por una araña? No un perro o un gato, un pez o una mariposa; una niña de cuatro o cinco años que prefiere entretenerse no con una película o con un juguete, sino dibujando un animal que otras personas fumigan o pisotean. Qué extrañeza, qué curiosidad. Durante casi una hora —se inquieta cuando nos acercamos a Segovia, canturrea, insiste en el desayuno soñado—, la niña calla y con su padre inunda el papel de arañas multicolores, decenas de arañas en las hojas blancas del cuaderno.
¿Mi reacción inmediata, desde el otro lado del pasillo? Si esto hubiese sucedido hace dos o tres años, tocaría añadir varios elementos a la descripción: antes y después de colocarme los auriculares, subir la música e intentar concentrarme en lo pendiente, habría resoplado para que se me escuchara, y me habría vuelto en varias ocasiones hacia la niña y al padre y a la madre, subrayando mi incomodidad. En muchas ocasiones contestaba así cuando en el metro alguien se situaba en el lado izquierdo de las escaleras mecánicas y no en el derecho, frenando el paso, o si en el supermercado alguien frenaba en seco —su cuerpo y el carrito de la compra, obstáculos infranqueables para la vida veloz— en un pasillo estrecho o ante la estantería con el producto que yo necesitaba. Sin embargo, en los últimos tiempos me he propuesto un ejercicio que, repetición a repetición, he instaurado como costumbre: me obligo a respirar hondo, contar hasta cinco, respirar otra vez —así gano unos segundos más— y reaccionar entonces. Ya no resoplo, ya no miro con desdén. Al incomodarme que una niña hable alto o grite o reclame sus churros con chocolate o que el viaje empiece, dejo que la música atenúe mis nervios y silencie los suyos. Cuando sé que pierdo el metro y alguien me impide bajar más rápido, me repito que la próxima vez saldré antes de casa. Y si un combo de metal y plástico y persona dificultan que alcance un bote de garbanzos o una lata de conservas, susurro disculpa y por lo general disculpan, y si no espero, o ya comeré macarrones con tomate.
Con esto no reivindico la sumisión ni la indolencia, sino la empatía y la complicidad: guardemos la rabia para las ocasiones que lo merezcan de verdad. ¿Qué conozco yo sobre las circunstancias de esa niña y ese padre y esa madre? Él ha tomado el mando de la situación: mientras dibujan, la madre se fija en el paisaje un rato, duerme otro, consulta el móvil. Pienso en su cansancio, e imagino problemas en la oficina, o una discusión con su pareja o alguien de su familia. ¿Por qué viajan a Madrid? ¿Se trata de una simple excursión para desconectar de la rutina? ¿Visitarán a alguien? ¿Responderán a un motivo feliz o triste? Quizá empañe su alegría, quizá aumente su dolor. En un tren que abre el día entre Salamanca y Madrid, una niña y su padre y su madre. Al otro lado del pasillo, una mujer trabaja y un hombre se distrae con un videojuego. Varias adolescentes que duermen, una mujer con un libro y un hombre con un periódico deportivo, una pareja que mira una serie en el portátil. Nada sé de su presente; nada sé, tampoco, sobre el futuro inmediato. Respiro, cuento —uno, dos, tres, cuatro, cinco—, respiro. Subo la música. De otra manera, puede que me quejase justo antes de que una niña y su padre dibujasen arañas para entretenerse.
Este artículo se publicó en el número de abril de 2022 de Vogue, con ilustración de Miryam Pato y gracias a la propuesta de Paloma Abad. El otro día, cuando perdíamos la conexión de un vuelo, y casi todos los viajeros —menos una— nos dejaron avanzar en el control de seguridad, lo recordé.
📷 Libros y flores en Tallin.
🎭 Este viernes 4 de octubre, a las 20h, en el Teatro Echegaray de Málaga, un recital dentro del ciclo Metalírica: algunos poemas propios —y uno de Concepción de Estevarena— a los que ha puesto música el pianista y compositor José Carra, en las voces de las sopranos Laura Sánchez Naranjo, Mari Luz Román y Elena Garrido, el barítono Marcelo Solís y la mezzosoprano Julia Merino, conmigo al recitado. Las entradas ya están a la venta.
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⏳ Te deseo mucha salud, alegría y tiempo para leer buenos libros.
Hola Elena, que importante esto que señalas de la empatía, no es un ejercicio fácil. La historia de la araña me ha hecho sonreír. Este verano fui con mis hijos (6 y 3 años) a un hotel. Cada día, al desayunar, el mayor llegaba al buffet con un libro enorme bajo el brazo, un libro antiguo que le ha robado a su abuela de fotografías de animales en peligro de extinción. Está aprendiendo a leer, pero lo lleva porque le gusta mirar esas fotos y porque los libros siempre le han dado seguridad (a veces duerme con uno en la cama, en vez de un peluche). Un camarero se me acercó al cabo de los días y me dijo: tu hijo es el único niño que he visto con un libro, como felicitándome. Y pensé, qué extraño. Y también que sí, que es una alegría que le gusten los libros, que vaya siempre con uno en la mano o la mochila. Un abrazo.
(Poder, no perder)