El momento de tu vida en el que hayas sido más feliz
Defensa encendida de la lectura en camas de noventa, o las trampas de la memoria (y algunos libros por ahí).
📸 Detalle de un mural en un edificio de Buenos Aires. La foto —la impericia me delata— es mía.
Piensa en el momento de tu vida en el que hayas sido más feliz. No algo esporádico, sino una etapa más o menos larga, aclaró la psicóloga; meses o años de los que guardes un buen recuerdo. Obvié mi teoría de la memoria como ejercicio de ficción: la transformamos según nuestros intereses, destacamos o callamos para favorecer nuestro propósito. Esa anécdota que yo identificaba, ¿la había vivido así? ¿O la idealizaba desde el presente de mis treinta y tres, entonces? Los riesgos de la nostalgia: selecciono y ensalzo esto, que me brinda calma o se acerca a aquello que defiendo, y olvido lo otro, que me incomoda o perjudica o contradice.
Elegí los cursos de bachillerato. Mis padres trabajaban —recién cumplidos los cuarenta—, mi hermana estudiaba, comía a diario con mi abuela y mi tío; la salud y la paz, razonables. Resueltas mis obligaciones de adolescente —aprobar con nota, ayudar en casa—, dedicaba horas a leer muchísimo y a escribir, aprendía idiomas por mi cuenta, veía películas. De acuerdo: excluimos las primeras aficiones, que vinculábamos al trabajo, y acordamos que retomase las demás. Cada noche consultaba artículos en francés y anotaba las palabras que no conocía, luego miraba un capítulo de una serie... Lo mantuve hasta que me agobié: me compensaba más dedicar ese rato a algo productivo. No me lo podía permitir.
Un año. Dos, tres, cuatro. Cinco.
Allá por mayo viví una noche felicísima. Viajaba por trabajo, acabaría a primera hora de la tarde y no había quedado con nadie. Decidí adelantar tareas pendientes en el hotel, pero antes me concedí un paseo. A varias calles de la avenida principal, desviándome del rumbo que indicaba Google, localicé una librería. Miré el reloj: podía permitírmelo. Hojeé libros sin prisa, sin prisa de verdad: no la compra veloz e indiscriminada tras una presentación —este libro mismo, que sale en todas partes: a ver qué tal—, sino hora y pico de mesa en mesa, de estantería en estantería. Anochecía cuando me puse el pijama. Poemas de aquí, un capítulo de allá, un relato, más poemas, medio capítulo antes de dormir. Por la mañana regresó la vida de siempre, el despacho improvisado en una cafetería y el tren al aeropuerto. Quedó la evocación de aquella noche, la cama estrecha y los libros sin el deber de contarlos, con el derecho simple y gozoso de leerlos.
Igual que en los cursos de bachillerato: por eso he recordado aquel experimento. Durante el vuelo me recreé en el bodegón —no lo fotografié: leí, sin más— de libros por capricho: uno lo abrí y me entusiasmó un poema, de otro me llamaron la atención la cubierta y la sinopsis, sobre una autora sabía por una reseña y de otra me había entusiasmado el anterior, el quinto me lo sugirió el librero al intuir mis gustos. Me lo pasé tan bien: una dicha tan fácil, tan inesperada. ¿Por qué leías, Elena? ¿Para qué? ¿Y ahora? Tengo que aprovechar esto, me dije. Rescaté el bolso bajo el asiento delantero. «¿Por qué leemos?», y tecleé hasta que la cantinela de los dispositivos electrónicos me obligó a cerrar el portátil. Intenté retomarlo en casa, pero llegué demasiado tarde, agotada; regresó la vida de siempre, las entregas y las obligaciones, los almuerzos y las cenas delante del ordenador, y el texto quedó sin acabar, como tantos otros.
Lo escribo y lo mando en una carta, supongo que pensé. Lo escribo y lo mando en una carta: aquel texto que se preguntaba por los motivos por los que leemos, el del avión, el que nunca terminé. Pensé también: lo escribo y lo mando en una carta, ahora refiriéndome a este mismo; 4 185 caracteres que enlacé la noche de hace varios sábados —15 de julio, compruebo—, porque me avergonzaba una semana más sin enviar nada. En una carpeta que llamé “Substack” guardé el texto primero y el texto segundo. No se tratan del texto primero ni del texto segundo de verdad: antes de todo creé el archivo con el borrador de una carta sobre una novela que me impresionó, y que me gustaría recomendar pero para la que no encuentro las palabras justas, y entre el falso texto primero y el falso texto segundo esbocé otro en el que contaba una anécdota en una librería; me servirá para no olvidarla, al menos.
El experimento: la adolescente que lee y escribe, que camina del instituto a casa de su abuela, que busca en internet cine subtitulado. Mi memoria no registra dolores de esa época. Ha borrado lo molesto, aquello que impedía que brillase lo importante. Guardo la salud y la paz de quienes me acompañaban, y esos momentos sin conciencia de la utilidad; no el valor de lo que favorece o satisface —leo porque sí—, sino el imperativo de lo que conduce a algo material: la nota al pie de un prólogo, medio capítulo en un ensayo futuro, un compromiso resuelto. Ahora que leo de otra forma, por otros motivos, con otras intenciones, intento a veces —desde aquella noche de mayo— recuperar esa forma de leer, esos motivos y esas intenciones. Encontrar el libro de poemas de Luis Muñoz que tanto me gustó hace tanto tiempo, y picar: hoy unas páginas, qué bueno, a la semana otras páginas más. Deambular por la biblioteca del barrio y escoger una novela sobre la que nunca oí hablar, y que no me guste, y disfrutar también de eso. Ayer mismo, escuchar a una amiga —gracias, Natalia— hablar sobre un cuento de Clarice Lispector que no conocía, y leerlo al volver a casa, y deslumbrarme.
El momento de tu vida en el que hayas sido más feliz. ¿Qué responderías tú?
📻 Cada sábado de verano, a las 12.55h, suministraré una píldora de realidad en A vivir que son dos días (cadena SER). La primera —la de ayer, también en cierto modo la del domingo pasado— puede leerse y escucharse en este enlace. Muchas gracias a Lourdes Lancho y su equipo por la confianza.
🗒 Otra tradición de agosto: #unmesdeescritura, el reto creativo que propongo en mi perfil de Instagram. Instrucciones, el martes 1 de agosto; el miércoles 2, primer ejercicio, y así hasta el jueves 31. Si no lo conoces, así lo expliqué el año pasado.
🌞 Te deseo mucha salud, alegría y tiempo para leer buenos libros. ¡Felices vacaciones, si las tienes, y ánimo si es que no!
Bachillerato fueron los peores años de mi vida, qué guay leer tu experiencia. A partir de los 23 creo que he sido muy feliz. Mientras más mayor me hago, más feliz soy :)