Fábula de la electroneurografía y el niño rapero
Un poema escrito en el siglo XVIII como escape taumatúrgico ante el miedo, el nerviosismo y demás asuntos de nuestros días.
Una aguja finísima rompe la piel y entra en la carne. Noto un pinchazo leve, hasta que siento el metal —otra aguja— en otro punto de la espalda. La enfermera conecta a la máquina los cables en los que se prolonga cada una, las asegura al cuerpo con unas pegatinas, y me ayuda a recostarme para que ni se muevan ni me molesten. Otra aguja en el brazo izquierdo y otra más en el derecho, un electrodo en el antebrazo, varias agujas en la cabeza; cuatro en un principio, que ella mueve según la extremidad. Si corresponde la pierna izquierda, dos agujas más gruesas detrás de la rodilla izquierda; una de ellas se desplaza, y tiñe de sangre —un círculo exacto— el papel que envuelve la camilla. Cuando examina la pierna derecha, dos agujas tras la rodilla derecha. Para uno y otro brazo, una aguja junto a cada clavícula, otra más en el cuello; la enfermera advierte que impresiona, y pienso que más la conciencia —una aguja clavada en el cuello— que la percepción. Debo relajarme, debo cerrar los ojos, evitar la reacción ante los estímulos eléctricos. Así que me relajo, cierro los ojos, ejerzo resistencia cuando la descarga en la muñeca o el tobillo alcanza la intensidad máxima, y pese a todo la mano o el pie se mueven en respuesta. Me acostumbro tanto que, cuando tocan los potenciales evocados auditivos, pese a las agujas y el ruido blanco y las pitadas, me amodorro.
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Buscando poemas de María Gertrudis de Hore recuperé la antología de John H. R. Polt, Poesía del siglo XVIII (Castalia). Ocurrió lo que a menudo: en el índice te reencuentras con tal o cual poeta que te interesó en su día —lo anotaste en el margen, subrayaste algunos versos—, y lees de nuevo sus poemas, y de esas páginas saltas a las siguientes, por curiosidad o por costumbre, y retomas el libro hasta el final. Ahí me encontré yo, en las noches de la mañana de la electroneurografía, leyendo a Hore y a Cadalso y a Meléndez Valdés, hasta que me detuve en un poema: “El burro flautista”, de Tomás de Iriarte.
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En la puerta del hospital tengo treinta y ocho años; al cruzarla pierdo tres décadas. No me refiero a la memoria —mi historial de entonces se limita a virus comunes—, sino a la infantilización, que me protege. En la consulta bajo el tono de voz, me aferro a los diminutivos y obedezco a todo lo que escucho. La enfermera me explica en qué consiste —agujas y agujas, pero con los nervios— y me pregunta si me la han hecho alguna vez. Contesto que no, pero sí una parecida, que me dolió mucho. El electromiograma, afirma; esa —agujas y agujas, pero con los músculos— la tienes luego. Esta molesta, pero nada más. Aunque suelo equivocarme al calcular la edad, no alcanzará los treinta todavía, y sin embargo yo contemplo a la enfermera como de niña a mi madre, a mi abuela, a las maestras del colegio. Allí descalza, vestida con mi batita de papel, enhebro mi parloteo nervioso sobre diagnósticos y médicos, y la enfermera me interrumpe por si tengo frío, y yo murmuro que un pelín, y me consuela porque falta —mentira— poquito. Lo de antes, lo previsto: aguja y aguja y descarga y descarga y tediosa espera tediosísima hasta que el médico apruebe el gráfico, la enfermera sale en su busca y yo aguardo sin moverme rodeada de cables mirando al techo, dócil, contando los agujeritos de cada plancha metálica, no arranque un cablecito o me haga dañito con las agujas, y el médico aprueba el gráfico y la enfermera regresa, y aguja y aguja y etcétera, así durante horas.
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Si pienso en los libros de mi infancia, se me ocurren las cartas de Susi por Christine Nöstlinger, algo de Ana María Matute —Paulina—, la colección Elige tu Propia Aventura, una versión de las aventuras de Heidi más cercana a la serie de televisión que a la novela de Johanna Spyri. No recuerdo haber leído poemas, o no recuerdo —al menos— haber tenido libros de poemas, igual que sí atesoraba algunos de los volúmenes azules de El Barco de Vapor: suponía que habría leído algún poema en clase, pero no se me grabó de una forma tan viva.
Sin embargo, una noche de hace varias semanas, antes de la mañana de la electroneurografía, hojeando la antología de Polt sobre la poesía española del siglo XVIII, me detuve en el apartado sobre Tomás de Iriarte, y en su biografía, y en el primer poema, y descubrí que me sabía “El burro flautista”. Recito el comienzo de Platero y yo, la lección del coro infantil del recuerdo de Machado, con cierto esfuerzo —flaqueo en las estrofas tercera y quinta— la “Canción del pirata”, de Espronceda. Pero aquella noche, en la cama, con aquel libro viejo, leía un verso y me decía el siguiente: en «Esta fabulilla» ya pensaba «salga bien o mal», y «por casualidad» se adelantaba a «me ha ocurrido ahora». Enlacé con la siguiente estrofa, y con la siguiente, y con la siguiente, apoyada en el estribillo que me tendía la mano, en la música exacta: cada sílaba en el lugar oportuno, la fuerza de la voz donde la voz debe sonar más.
Esto no trata de filología, sino de taumaturgia. Tengo ocho o nueve años: ahora sí, ahora no me defiendo frente al miedo sino que ocurre de verdad, porque ocurre en mi memoria. Ocurre lejos de la cama en la que leo, no en mi piso de alquiler sino en la sala de paredes blancas de un colegio público a 365 kilómetros —82 horas de trayecto a pie, según Google Maps— de Carabanchel. Ocurre en un aula de veintimuchos estudiantes de tercero o cuarto de primaria, cada cual con su rostro y su nombre y apellidos, para siempre con ocho o nueve años para mí, antes de la época de los pantalones deportivos con cierres laterales y las mechas rojas con carmín de los veinte duros, antes de los tiempos de las electroneurografías. Abrimos el libro de Lengua, y escudriñamos el texto de hoy. Lo susurramos para que no nos afeen la torpeza. Rompe el silencio un compañero: Dani, creo que Dani, rapea “El burro flautista” sobre la sintonía de El príncipe de Bel-Air, la serie con la que todo el mundo come en casa, antes de las asignaturas de la tarde. Ríe la clase entera: río yo y ríen la fila primera y la segunda y la tercera —yo al fondo, en la cuarta o la quinta, no por la altura sino porque me porto bien—, ríe la profesora ante el ingenio, o quizá chiste para apaciguar las carcajadas. Y escucho a Dani añadir una sílaba en el tercer verso, porque «se me ha ocurrido ahora» encaja mejor en la cancioncilla de la tele, y tres décadas más tarde las risas de entonces se escuchan todavía, y me calman en la noche de nervios.
Me siento bien en este poema: “El burro flautista”, de Tomás de Iriarte. Su sencillez, su intención antigua. Ahí lo recito de memoria, entre el desconcierto y el lugar seguro.
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A la prueba de los potenciales evocados visuales se suma otra enfermera más mayor: ambas elogian la belleza del estudio —¡qué bonitos están quedando los dibujos!—, las reacciones tan claras de mis nervios. De espaldas, agujas todavía, me concentro en el punto rojo de la pantalla. Es que esta muchacha se está portando genial, celebra la enfermera primigenia. Cuando todo acaba, y las enfermeras avanzan que ya me explicará el doctor pero que ellas no han visto nada raro —en efecto: todo en orden—, y tiro la batita al cubo y regreso a la edad adulta, anuncio con orgullo a J., que espera en la sala de espera: me han dicho que lo he hecho muy bien.
📷 Una casa de pájaros en Bratislava.
📬 Además de aquí, me encuentras —no mucho durante estos meses, la verdad— en Facebook, Instagram y mi web.
👩💻 Mientras envío la próxima carta te deseo mucha salud, alegría y tiempo para leer buenos libros.
Me lo he releído al cabo del tiempo y me he encontrado yo mismo en esa sala, sólo como observador, pero también sintiendo el frío de la camilla, incluido en esa intimidad y en la lectura. Gracias