Una ciruela siempre es una ciruela
Sobre diarios y formas de contar la vida, ideas disparatadas que terminan frustrándose, libros que se han disfrutado —o no—, joyas y frutos y metáforas.
Un diario de gratitud: lo compré el segundo día de enero en una tienda de inciensos y fulares, la de la salida de la estación más cercana a la parada de autobús. Me atrajeron aquellas libretas gruesas, enteladas casi de arpillera, y mientras hojeaba una pensé en mí misma, o más bien en mí misma con veintipocos, curioseando en la misma franquicia de otra ciudad. Tanto esfuerzo para esto, habría reprochado ella a su yo del futuro, observando con escepticismo mi ropa térmica deportiva, mi forro polar heredado, mis zapatillas comodísimas de suela ancha. Y mi yo del presente, o del futuro de la chica recelosa, o del pasado al que pertenezco ahora que lo escribo casi un año más tarde —a saber, Bergman en el Natura de Madrid-Puerta de Atocha—, se defendería: soy el fruto de tus aciertos, pero también de tus errores.
La cubierta prometía que «diez minutos al día pueden cambiar tu vida, ser más feliz». Compré el diario de gratitud: imposible renunciar ya el 2 de enero a una existencia plena, espera a junio o julio para considerarte fracasada. A la mañana siguiente desperté antes de lo habitual: me había propuesto cambiar de hábitos y enfoques, bloquear varias horas para escribir antes del trabajo. Abrí el diario. En la primera página la fecha, y el bloque inicial: “Nada más empezar”, con el ideograma de un sol para evitar confusiones. «Hoy estoy agradecido/a por…», y lo completabas. «¿Qué podría hacer que mi día fuera fantástico?», y lo respondías. «Afirmaciones positivas», y lo afirmabas. El segundo apartado, “Reflexión del día”, debía completarlo por la noche: lo señalaban una media luna y una estrella. «Cosas geniales que hayan ocurrido hoy», y las enumerabas. «¿Qué podría haber hecho para mejorar mi día?», y te arrepentías. La última parte enlazaba con la anterior. Se titulaba “Estado de ánimo”. «Cómo me siento en este momento», te planteaba, y disponías de cinco caritas —desde la desolación al arrebato— para escoger aquella que reflejase tu actitud.
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Durante algo más de quince años mantuve un diario, que tiré a la basura para evitarme trasladar los cuadernos en otra mudanza. Desde entonces he ensayado, de manera inconsciente, otras posibilidades de memoria.
Allá por 2017 guardé en la carpeta de Documentos un archivo nombrado diariodesueños.doc. En la primera entrada, del 1 de septiembre: «He soñado con algo, pero no lo recuerdo». Me ocurre casi siempre: sueño a menudo, pero lo olvido cuando despierto. En ocasiones sí retengo algunas escenas, que se diluyen porque tardo en escribirlas. Ese diario obedece a un impulso productivo: rentabilizar esos momentos inútiles. Pero la relectura me coloca en mi sitio: qué sueños tan mediocres. Se me caen los dientes, paseo desnuda por la calle, falto a reuniones porque el autobús se desvía, coincido con exnovios. Sí descubro que los sueños, con su ficción, atan los recuerdos más que la literalidad: me revelan la importancia de personas que yo entendía secundarias —en algún caso debo esforzarme para identificarles—, se anticipan a lo que sucedería tiempo después. Con respecto a la estadística, llama la atención el alto número de sueños vinculados a erratas ortotipográficas. El año en el que más soñé, 2018; el que menos, 2020. Anoté uno, nada más.
En 2024 abundaron los niños de ficción: los hijos que yo no tengo, los que mis amigas no han tenido. Figuran también excursiones disparatadas, trenes y aviones que se pierden, un exhibicionista que me persigue mientras cruzo el Puente de Praga, mi madre abriendo una taberna japonesa en el barrio en el que mi padre se crio.
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La gratitud exige disciplina. Madrugar, escribir el diario, escribir las tres páginas matutinas que aconseja Julia Cameron para alimentar nuestra creatividad, escribir hasta que suene la primera notificación de un nuevo correo electrónico en la bandeja de entrada, y luego otra, y luego otra, escribir un correo electrónico para contestar, y luego otro, y luego otro. Abandono las páginas matutinas antes de proclamar la costumbre: como en el diario de gratitud me centro en la parte luminosa de la vida —«¡yo puedo!», ay—, en la siguiente fase me regodeo en las tinieblas, y me enfrento a la novela con la peor actitud. Lo pago con los personajes, a quienes someto a escenas humillantes y a quienes agoto en párrafos que se alargan hasta páginas. No se quejan.
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Guardé otro archivo en Documentos: lecturas-2024.doc. Para establecer qué leí, cuándo, en qué circunstancias, con qué sensaciones. Excluí las lecturas de trabajo —poesía: manuscritos, libros de otras editoriales—, que clasifico aparte, y las de documentación para actividades o para los proyectos que abro y nunca cierro, con sus propias carpetas y sus propios cuadernos, como si la acumulación de kilobytes desmintiera mi bloqueo. «Terrible inicio de año», concluí sobre el libro que inaugura el listado. Suelo despacharlos en un par de frases, salvo que el tiempo o las ganas me animen a extenderme. En ocasiones explico a a mi yo del futuro por qué desciende el número de «lecturas anotadas», o me regaño ante un vacío de dos o tres semanas: significa que he leído sin apuntarlo.
Gana la no ficción —memorias, cartas y diarios de escritores, sobre todo—, y no he afinado bien, porque casi nada me gusta. Me entusiasmaron la antología de poetas españoles del siglo XVIII por John R. Polt para Castalia, y las novelas de Soledad Puértolas (La novela olvidada en la casa del ingeniero) y Paloma Díaz-Mas (Las fracturas doradas) en Anagrama, y el ensayo Las incursoras, de Ana Garralón —en Las afueras—, del que esbocé: «prosa gustosísima, objetivo y al mismo tiempo militante». El comentario más extenso —página y media de lecturas-2024.doc— lo propició Un corazón furtivo, la biografía de Josep Pla por Xavier Pla; me la bebí en la traducción de Olga García Arrabal y Ana Ciurans Ferrándiz. Había leído a Pla por curiosidad, por conocimiento, y de su vida apenas sabía más que lo que sus libros contaban —mucho o no tanto—, y me atrapó este libro que se recibe como una novela de espías, que se recibe como una novela de amor y desamor, que se recibe como una novela sobre el poder y la ambición, que se recibe como una novela política, que se recibe como una novela costumbrista, y que atrapa y enfada; avanzaba con interés y con rabia. Enviaba audios comentando anécdotas que me soliviantaban. Capturaba la pantalla para conservar citas, ejemplos. Interrumpía la lectura para ampliar información, y el libro sobre Pla se transformaba: se convertía en un libro sobre el mundo. No me despertó las ganas de leer más a Pla, sino todo lo contrario.
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Diario de gratitud, llámame caballo de Troya: lo pensé a finales de enero, harta de fingir la positividad. Se me acumulaban el cansancio, las tareas pendientes, los correos electrónicos, los argumentos que justificarían abandonarlo en el mismo rincón que el cuaderno de las páginas matutinas. Me negué a rendirme, y opté por trolearlo. «Hoy estoy agradecido/a por…», y completaba: «la vida». «¿Qué podría hacer que mi día fuera fantástico?», y respondía: «no morirme». «Afirmaciones positivas», y afirmaba: «sí». «Cosas geniales que hayan ocurrido hoy», y enumeraba: «no morirme». «¿Qué podría haber hecho para mejorar mi día?», y me arrepentía: «¡está todo por hacer!». En cuanto al “Estado de ánimo”, seleccionaba la carita en la que la sonrisa ocupaba medio círculo, y la rellenaba con un subrayador fucsia.
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Lo que me ocurre casi siempre es que sobrestimo mi capacidad de producción. El madrugón, el diario de gratitud, las tres páginas matutinas, dos o tres horas de escritura, el diario de sueños, los cuatrocientos millones de correos electrónicos, el texto comercial, un artículo, un guion, estas cartas, el diario de gratitud, el cuaderno de lecturas. ¡Yo puedo! ¡Está todo por hacer! Nunca he escrito menos —menos “aprovechable”, quiero decir— que este año.
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Diario de sueños, 6 de septiembre de 2024:
Tomé una decisión importante y compré un anillo para recordarla, para pensar en ese paso y no flaquear cuando mirase mi dedo y lo viera allí. Nada opulento: un anillo barato, ni siquiera demasiado bonito, pero que avivase la memoria; el aro sencillo, chapado en plata, y una piedra verde, artificial, casi de plástico. Me lo probé en la tienda, lo ajustaron, lo guardé en un sobrecito. De vuelta a la habitación, al sacarlo para meterlo en el neceser, noté que la piedra se había desprendido. La tienda quedaba muy lejos del hotel, no merecía la pena regresar. Ya en casa pegué la piedra. Tiempo después me puse el anillo para un viaje en el que quería acompañarme de él; que aquella decisión, en aquel anillo, no me abandonase. Pero la piedra se cayó en el taxi a la estación, y yo tiré a la papelera el arito de plata falsa.
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A mediados de febrero suprimí de mi rutina el diario de gratitud. Lo dejé en el suelo: por eso sé que al tejido que lo recubre se le adhieren las pelusas. Lo intenté retomar un par de días en septiembre. Me pareció ridículo.
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En una de las cartas que Lilian Hirsch envió a Josep Pla: «¿No te aburre que te cuente cosas tan banales? Se pueden hacer profundas meditaciones sobre las ciruelas. Por ejemplo: una ciruela siempre es una ciruela, aunque la cuezas con azúcar horas y horas».
📷 Poesía en finés en la librería Arkadia, en Helsinki.
📢 Dos de cuentos: la revista Luvina (Universidad de Guadalajara) publicó “El tobogán” en su número sobre literatura española con motivo de la FIL, y en The Dial puede leerse “An Agreement on the Matter”, con traducción al inglés de Miriam Tobin. Conversé sobre Las maravillas con el equipo del excelente pódcast sobre literatura De puño y letra, ¡fue un placer! Mi proyecto de no ficción sobre la vida, la obra y las ciudades de Concha Méndez fue finalista del Eccles Centre & Hay Festival Writer's Award (¡enhorabuena a los premiados!). Cada semana hablo sobre poesía y clásicos en “Jardines en el bolsillo” (RNE), y cada mes escribo un artículo desde los libros en La lectura, el suplemento de El Mundo.
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🍇 Te deseo mucha salud, alegría y tiempo para leer buenos libros. ¡Feliz año!
Muchas gracias, Elena, por esa preciosa mención. Recibí tu carta estando de viaje (todavía lo estoy) y me dio tremenda alegría. Creo que para momentos así ya valió la pena todo el proceso de escritura. Buen año también para ti. Un abrazo grande desde Oaxaca!
Qué maravilla